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Invierno en alguna ciudad del centro de Europa

Desde la torre del ayuntamiento tenemos una amplia vista de esta acogedora y aburrida ciudad industrial. Parcialmente arruinada en la Segunda Guerra Mundial y reconstruida según los criterios racionales y simplificados de las nuevos planes urbanísticos del comunismo durante la Guerra Fría, se extiende bajo el horizonte de humeantes chimeneas de las fábricas, con amplias aceras y bloques de construcción estandarizados rodeados por zonas ajardinadas con una estratificación básica: árboles caducifolios (y algunas coníferas) enmarcados en praderas angulares. Poco o nada queda que muestre una creatividad extraordinaria en el diseño: los escasos parterres de plantas vivaces y los macizos de arbustos tan solo delimitan o evidencian la sobriedad del espacio.

A primera vista, la vida silvestre no encuentra lugar en el que ocultarse a los ojos del transeúnte. Cuando paseamos entre las espléndidas alineaciones de árboles del parque que se extiende a la orilla del río (por supuesto, domado y sometido a la voluntad humana) hay que levantar la mirada, hacia las altas ramas desnudas en las que crece el muérdago o se posan los numerosos cuervos y grajos que amenizan la monotonía gris del cielo invernal. Ellos, al igual que las mujeres y los hombres, parece que saben cómo refugiarse en la arquitectura de este paisaje nevado. 

Habrá quien pueda dar por sentado que los edificios o los jardines reflejan la personalidad de quienes los habitan, aunque poco puedo opinar en este caso particular dado mi desconocimiento de esta parte del mundo. La historia, siempre más compleja de lo que podemos juzgar por las apariencias, tiene un peso obvio en la transformación del paisaje de cualquier asentamiento, pero no evidencia necesariamente el deseo de las personas, como se observa en la historia reciente de estas ciudades reconstruidas bajo la influencia soviética. Siempre podemos encontrar algunas pistas que contradigan o mitiguen este afán de ordenar la naturaleza, comenzando por los propios árboles: aunque perfectamente alineados o enmarcados en las calles de la ciudad, raramente manifiestan ninguna poda innecesaria (en realidad, la mayoría parece que no han recibido ninguna poda en absoluto), encontrando su forma natural dentro de unos criterios paisajistas en los que el desarrollo de sus amplias y hermosas copas no encuentra obstáculos.

El ser humano ha aprendido a viajar a través de los árboles y las plantas, que han sido su sustento material y espiritual. Entre los árboles que reconocemos en esta ciudad, al igual que en los bosques que hemos admirado desde el tren, abundan las hayas y los abedules, conviviendo con otras especies de uso ornamental muy comunes en la jardinería europea, como el plátano o el tilo. También encontramos unos pocos de árboles viejos y majestuosos que han sobrevivido a las vicisitudes de los siglos más recientes. Bajo sus copas desnudas, queda la hierba maltratada por el viento y la nieve, esperando el sol de la primavera, que aún se retrasará unos meses. No podemos aquí sino echar de menos la espesura de otras praderas más meridionales, pues es natural que el viajero observe cada nuevo paraje a través de su propia experiencia con las plantas, del mismo modo que los antiguos nómadas se veían en la necesidad de aprender los usos de las especies vegetales en un nuevo territorio a partir de los conocimientos que llevaban consigo.

 

Mientras tanto, las personas atraviesan el parque pisando la nieve que otros han pisado primero, por el camino más corto, sin seguir necesariamente el recorrido de las aceras.

J. J. Cabezalí

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